SÍNODO 2021-2024 (Etapa continental)
Respuestas de Faustino Castaño (Gijón, Asturias, España) a las preguntas del DEC
Respecto a las primeras preguntas que aparece en el número 105 del DEC:
a) «¿cómo se realiza hoy, a diversos niveles (desde el local al universal) ese “caminar jun-
tos” de la Iglesia anunciando el Evangelio, de acuerdo a la misión que le fue confiada?
Históricamente la institución eclesial evidenció su incapacidad de encarnar la marcha
común de todos los que se sintieron interpelados por el mensaje de Jesús de Nazaret.
Ya en los primeros siglos surgieron divisiones entre los cristianos. Los ebionitas (judeo-
cristianos) primero, y después otros grupos: ofitas, maniqueos… nunca llegaron a inte-
grarse en lo que se empezó a denominar “Iglesia Universal”. A partir del siglo IV, la di-
visión en grupos distintos tenía lugar dentro de la Iglesia Universal misma: arrianos,
adopcionistas, monofisistas, nestorianos
La causa de esas divisiones era el desacuerdo sobre dogmas o creencias que no se
compartían, y que no tenían ninguna relación con el mensaje evangélico de Jesús de
Nazaret. En el año 381, el dogma del filioque signó la ruptura entre las iglesias orien-
tales y la Católica Romana, ruptura que aún perdura. También el tipo de organización
eclesial: autoritarismo, cesarismo clericalismo… produjo tensiones en la Iglesia Católi-
ca Romana que se intentaron resolver en el proceso conciliar de Constancia-Basilea-
Florencia (1413-1431). El fracaso de ese proyecto de reforma interna, conciliarista,
acabó generando las rupturas que significaron la Reforma protestante en el siglo XVI.
Desde entonces, a partir del Concilio de Trento, nuestra Iglesia se embaló, en una fuga
hacia adelante, en una dinámica cada vez más integrista que la fue situando cada vez
más afuera de la evolución cultural, política y social que iba teniendo lugar en la socie-
dad. Increíblemente, a pesar de la constatación de que la proclamación de dogmas in-
necesarios era causa de rupturas, todavía en los siglos XIX y XX se proclamaron los
dogmas, tan innecesarios como demenciales, de la infalibilidad papal, la Inmaculada
Concepción y la Asunción.
El Concilio Vaticano II quiso ser un frenazo en esa deriva integrista de la Iglesia de
Roma y el inicio de un proceso de rectificación que recondujese el rebaño hacia sen-
das más orientadas hacia el proyecto del Reino de Dios que Jesús nos convoca a rea-
lizar. Se puede decir que ese Concilio nació muerto, fue como poner un remiendo nue-
vo a un vestido viejo. Ya desde el principio se acordó no tocar el legado dogmático y la
organización eclesial, que son, precisamente, dos de los tres factores que impiden a la
Iglesia realizar plenamente su misión. El tercero de esos factores, el del culto, fue muy
mal enfocado, y además la Iglesia fracasó también en su intento de comprender el
mundo en el que aún conserva alguna implantación. Lo peor del caso es que los secto-
res más reaccionarios de la jerarquía eclesial recuperaron el control de la institución y
anularon de facto los escasos logros del Concilio. Se frenaron los intentos reformistas
en el terreno de la liturgia y se condenó a la Teología de la Liberación.
Está claro que, en el fondo de todo esto, lo que subyace es la lucha de clases de siem-
pre. La Iglesia siempre se acomodó a los intereses de las clases dominantes. La cues-
tión que ahora se debe plantear la institución no es mo marchar juntos, sino hacia
dónde se quiere marchar. La Iglesia debe aclararse a misma si quiere seguir apo-
yando al sistema de dominación imperante o si quiere cambiar el mundo de base para
avanzar hacia el Reino de Dios y su justicia según el llamamiento de Jesús de Nazaret.
b) y qué pasos hemos de dar para crecer como Iglesia sinodal?»
Parece una contradicción: una Iglesia jerárquica no puede ser sinodal. El mal de raíz
del clericalismo es la existencia misma del clero, la existencia de dos categorías de
cristianos: los cristianos de primera categoría, los sacerdotes ordenados, y el resto lai-
cal. Por su propia naturaleza, la clerecía tiende inexorablemente, incluso inconsciente-
mente, a constituirse en jerarquía dominante y privilegiada. No fue otra la causa del
fracaso del intento de autoreforma conciliarista de 1413-1431. De hecho, los pasos fi-
nales del proceso sinodal tendrán como personal con capacidad de decisión sólo a la
cúspide de la clerea.
En el número 106 aparecen a estas cuestiones:
1− «Después de leer el DEC: ¿Qué nos llama más la atención? o ¿Qué experiencias parecen
nuevas o iluminadoras?» (= novedades que nos llaman la atención.)
¿Sobre qué experiencias nuevas estamos hablando? Desde el laicado lo único que se
percibe es una pugna en el seno de la alta jerarquía eclesial por hacerse con el control
del timón de la embarcación. El Concilio Vaticano II fue un intento de cambio del rumbo
de navegación. Después, en un golpe de timón se hizo con el control de la embarca-
ción un personal que quería reconducir la nave a la deriva integrista. Otro nuevo golpe
de timón pretende enderezar el rumbo de nuevo; el Sínodo que estamos tratando se
encuadra en ese objetivo. Pero la pugna continúa y en ella el laicado tiene sólo un rol
marginal. El documento de trabajo de la etapa sinodal que estamos comentando reco-
noce que el proceso se está desarrollando con resistencia de la jerarquía y pasividad
del laicado. Lo que no dice es que lo segundo es consecuencia de lo primero. Es decir,
largos siglos de control clerical en la institución eclesial generaron un laicado pasivo e
ignorante, similar a la multitud que Jesús compadecía viéndola como ovejas sin pastor.
La inmensa mayoría de la membresía eclesial ignora todo sobre el Sínodo; la forma en
la que se está realizando el proceso contribuye a mantener esa ignorancia.
2− «Después de leer el DEC: ¿Cuáles son las cuestiones e interrogantes que deberían abor-
darse y considerarse en las próximas fases del proceso?»
Ya se señaló que los factores que impiden a la Iglesia realizar su misión son el dogma,
el culto y el clericalismo, es decir, todo lo que se refiere a su organización y funciona-
miento. Ante tamaña problemática, limitarse a un sínodo como este, no evidencia mu-
chas ganas de afrontar la situación. Hubo concilios que se ocuparon de una temática
más reducida. Y en todo caso, la normativa y forma de funcionar de concilios y sínodos
no forma parte de la solución del problema sino del problema mismo. Es decir, la alta
jerarquía tiene la última palabra, como siempre. Es como poner el rebaño al cuidado
del lobo.
Y no sólo la jerarquía, sino la misma estructura organizativa de la Iglesia no favorece la
creación y sostenimiento del espíritu comunitario de una asamblea eclesial de base.
Por asambleas eclesiales de base actualmente se entiende las parroquias. Pues
bien, la existencia de un párroco o capellán al frente de una comunidad eclesial, anula
y sofoca el carácter comunitario del grupo. Las parroquias territoriales u otros grupos o
asociaciones empiezan a experimentar graves alteraciones y cosas raras (por ejemplo,
luchas compitiendo por el liderazgo) cuando el grupo empieza a tener más de 50 ó 60
miembros. Es curioso que una iglesia con tantos siglos de antigüedad no haya notado
eso. La conclusión que se intenta sacar de todo esto es que los grupos o asambleas de
base deben ser reducidos, y la constitución de su membresía no debe basarse en el
territorio de residencia de sus miembros, como ocurre con las actuales parroquias, sino
en la afinidad ideológica, teológica, o como se quiera llamar, y su liderazgo debe refle-
jar las preferencias del grupo, no ser impuesto desde fuera. Es decir, lo que ocurre con
las órdenes religiosas; no hay ninguna razón para que los colectivos eclesiales de lai-
cos no tengan los mismos derechos organizativos que las órdenes religiosas. Las dife-
rencias que la Iglesia está manteniendo en este terreno responde a la injusta diferen-
ciación que está haciendo entre personal ordenado y laico.
Otro problema que la Iglesia está teniendo es su incapacidad para transmitir su mensa-
je a las generaciones jóvenes. Para empezar hay que ir analizando si el mensaje que
transmite es realmente la enseñanza de Jesús de Nazaret. Los que fuimos jóvenes ha-
ce mucho tiempo recordamos que la enseñanza que recibimos de la Iglesia en las pri-
meras décadas de nuestra vida no contribuía precisamente a hacer de nosotros unos
buenos seguidores de Jesús de Nazaret. Por ejemplo, en la enseñanza que recibí en
un colegio religioso se encomiaba por su labor a la “Santa Inquisición” y se bendecía la
labor “evangelizadora” de los conquistadores españoles que organizaban genocidios
en el territorio que hoy llamamos América Latina, y la expulsión de judíos y moriscos
del territorio de nuestro país. Por no mencionar que un gobernante que había en este
país, que se llamaba Francisco Franco, era recibido bajo palio cuando entraba en un
templo católico, y se bendecía también su represión de las fuerzas progresistas y su
defensa del dominio de las clases privilegiadas. No es de extrañar que muchas perso-
nas de mi generación, y posteriores, salieran corriendo de tal Iglesia. Si algunos per-
manecemos, a pesar de todo, es porque supimos matizar y no arrojar la criatura junto
con el agua sucia. En mi caso personal, tuve la suerte de que un día se me ocurrió leer
el Evangelio, y pude ver que el mensaje de Jesús de Nazaret venía realmente de Dios
y no tenía mucha relación con la enseñanza religiosa que la Iglesia me había impartido
(catecismo del Padre Astete y gelipolleces por el estilo).
Sin duda alguna, una de las principales cuestiones que aleja a la gente, joven y no jo-
ven, de la Iglesia es la irracional postura que ésta tiene sobre la sexualidad. Para la
Iglesia tradicional es pecado todo lo relacionado con el sexo. Jesús reprochaba a los
doctores de la Ley el que ponían sobre las espaldas de los demás cargas pesadas que
ellos no podían llevar. Justamente eso es lo que estuvo ocurriendo en la Iglesia Católi-
ca durante muchos siglos. Los moralistas católicos se empeñan en hacer pasar como
única forma de vivir lícitamente la sexualidad unos criterios que no tienen en cuenta la
naturaleza humana. Es inasumible que en la doctrina sobre este tema, y otros, se sigua
presentando como doctores de la Iglesia Católica (y otras) a unos individuos como
Juan Crisóstomo, Cirilo de Alejandría, Jerónimo de Estridón, Ambrosio de Milán, Agus-
tín de Hipona, Gregorio Magno, Atanasio de Alejandría¿Qué pensar de Iglesias que
tienen como santos y doctores a tales individuos? Jesús, viendo lo influido que estaba
Nicodemo por las doctrinas del Talmudismo judío, llegó a la conclusión de que era ne-
cesario “nacer de nuevo para asumir el Reino de Dios”. El Magisterio de nuestra
Iglesia está constituido de nicodemos que no consiguen librarse del talmudismo cris-
tiano y los dogmas elaborados por los mencionados doctores. En lo que se refiere a los
clichés eclesiales sobre la sexualidad, los dogmas, la jerarquía… ¿Conseguirá este Sí-
nodo que nazcamos de nuevo?
Problemas organizativos aparte, no podemos olvidar lo principal. La Iglesia existe para
cumplir una misión. La mejor organización, sin dogmas, sin clericalismo, con los mejo-
res doctorespor sólo no garantiza que la institución eclesial esté justificando su
existencia. Si existe, existe para algo, y el documento de trabajo de la etapa continental
del Sínodo se ocupa de esa cuestión de una forma bastante marginal y ambigua. Se
dicen cosas como que la misión de la Iglesia es anunciar a Cristo muerto y resuci-
tado para la salvación del mundo, la construcción de la paz y la reconcilia-
ción…, ...anunciar el Evangelio…, transmisión de la fe…, testimoniar el
EvangelioHay aclarar que todo eso son tareas que forman parte de la misión de la
Iglesia, pero resulta que ese tipo de formulación en el documento es solamente una
serie de malabarismos dialécticos para no concretar en qué consiste esencialmente la
misión de los seguidores de Jesús de Nazaret: trabajar por la construcción de un Reino
distinto de los reinos de este mundo. Jesús no vino a traer paz sino espada a los injus-
tos reinos de este mundo. Dejó claro que vino a realizar el programa que anunciaron
los profetas, que estaba en confrontación con el mundo injusto, los sistemas de domi-
nación imperantes, y anunció a sus seguidores que se les perseguiría como lo persi-
guieron a él y a los profetas anteriores. Si los dominadores del mundo persiguieron a
Jesús y a los profetas es porque vieron amenazado su dominio por ellos. Mientras la
Iglesia se dedique simplemente a anunciar y testimoniar el Evangelio, la transmi-
sión de la fe, los reinos de este mundo no peligran, y por lo tanto éstos respetan ese
tipo de religiosidad. Pero si surge una Teología de la Liberación, y los seguidores de
Jesucristo actúan a favor de los pobres y oprimidos, según los criterios de esa Teolo-
gía, los poderes de este mundo, el sistema de dominación, reaccionan con la violencia
que conocemos, y la Iglesia institucional se solidariza, por activa y por pasiva, con esa
represión. La Iglesia puede realizar su evangelización e instalarse confortablemente
en los reinos de este mundo y convivir con ellos. No es una Iglesia profética, es institu-
cional como lo era el antiguo Sanedrín. Tiene intereses y compromisos que la obligan a
relacionarse cordialmente con las instituciones y reinos de este mundo. Nunca estuvo,
ni está ahora, dispuesta a luchar por la igualdad de todos los seres humanos. Comba-
tió a todos los movimientos, internos y externos a ella, que lucharon por ese objetivo;
como es el caso de la Teología de la Liberación, y la hostilidad que la Iglesia manifestó
en los últimos siglos hacia las fuerzas políticas de izquierda que en este tema están
más cerca que ella del proyecto de Jesús. Jesús, al definir a Dios como Padre de todos
los hombres, estaba declarando que todos somos hermanos y por lo tanto iguales.
En vez de dedicarse al cumplimiento de esa misión que Jesús transmitió a sus segui-
dores, la Iglesia asumió como principal tarea la realización del culto. La enseñanza
eclesial que se imparte en la homilías, donde por lo demás interviene sólo el clérigo ce-
lebrante, insisten en presentar como objetivo del culto y de la acción eclesial en su con-
junto una serie de prácticas religiosas, devociones, sacramentos… que tienen por fina-
lidad una santificación de las personas de cara a su salvación eterna, un tema del que
Jesús, por cierto, habló muy poco, pero pasan bastante por alto la principal llamada de
Jesús a actuar en el mundo para implantar en él un Reino de Dios que supere lo ne-
gativo de las sociedades humanas: la injusticia, la explotación, el egoísmo, la falta de
libertad, igualdad y fraternidad. El tipo de religiosidad que Jesús promocionaba no es
el que se está concretando en el culto religioso cristiano. Jesús instituyó la Eucaristía
pero no le dio el carácter cultual, litúrgico, ritual… que está teniendo en nuestras misas.
Hay que tener mucha imaginación para ver alguna relación o parecido entre la misa y
la Cena del Señor. No es lo que haya perdido el carácter y forma de ágape que ini-
cialmente tenía esta celebración, es que además perdió también la función o finalidad
para la que fue concebida. Cuando Jesús pedía a sus seguidores hacer aquello mu-
chas veces en recuerdo suyo estaba instituyendo un marco de celebración comunita-
ria que sirviera para recordar su mensaje, su enseñanza, su proyecto, la tarea a la que
convoca a sus seguidores, pues cuando se pide seguimiento es para hacer algo. Pues
bien, ese algo para lo que Jesús convoca o moviliza a sus seguidores está siendo
aparcado en la Iglesia desde hace muchos siglos, y se están utilizando las misas y el
culto en general para fomentar ese alejamiento de los fieles de la tarea para la que Je-
sús nos convoca.
¿Será capaz la Iglesia de afrontar toda esta problemática? Es de temer que, al final,
todo lo relacionado con este Sínodo sea otra operación inútil de poner un remiendo
nuevo a un vestido viejo.